De los coches de punto al tranvía eléctrico

Por ARQ. MELVIN HOYOS
para Memorias Porteñas (Diario Expreso)
15 de febrero de 2015

Cuando nuestra ciudad olía aún a mangle y a sal, cuando sus calles y plazas aún evocaban la imagen del Guayaquil colonial, y sus casas y zaguanes eran domicilio fijo de consejas y leyendas, el carruaje y la calesa eran parte indivisible de su paisaje urbano.

Esos primeros “taxis”, que en su momento pararon los viejos colonos de antaño e incluso patricios y próceres del siglo XIX, eran el medio de locomoción usado por nuestra gente.

El servicio no fue seriamente regulado sino hasta 1890, cuando siendo presidente de la República el Dr. Antonio Flores Jijón ordenó que se elaborara un reglamento para ser manejado y ejecutado por los gobiernos seccionales y sus respectivas delegaciones policiales.

Este reglamento, compuesto por algo más de 25 páginas, con un contenido no menor a 90 artículos, establecía en 9 artículos la forma en que debía darse el servicio en el área urbana, entre otras cosas destacaba:

a. La prohibición de hacer cualquier cosa que distraiga la vigilancia de los caballos, en el caso de que hubiera un solo cochero.

b. La disposición de que los cocheros tengan los uniformes o insignias destinados por sus municipalidades respectivas.

c. La prohibición de que circulasen carruajes por las noches, a menos que la policía lo permitiese.

d. La disposición de prestar servicio inmediato en caso de incendio o calamidad súbita, a no ser que condujeren enfermos, mujeres, niños u objetos quebradizos.

En 1910 se publicó en Guayaquil una obra titulada Guía comer- cial y agrícola. Esta consignaba en páginas interiores, una foto de la plaza de San Francisco en la que podía apreciarse un grupo de carruajes de alquiler apostados en el sitio en el que posteriormente funcionaría una de las principales empresas de automotores de alquiler, que la ciudad tuviera desde la década del treinta.

Llamadas también coches de punto, estas carretillas de pasajeros convivieron con los transportes colectivos de mayor tamaño y capacidad por muchos años, siendo poco a poco desplazadas por estos para ser utilizadas posteriormente solo como vehículos de carga. En 1920 llegaron al muy elevado número de 255 carretillas con permiso de circulación (de las que el 90% era exclusivamente de carga).

Tan arraigado estuvo el uso del carruaje en nuestro medio que incluso en la década del treinta, cuando el parque automotor crecía explosivamente en la ciudad, todavía se veía por las calles una que otra sobreviviente de ese remoto pasado.

LA EMPRESA DE CARROS URBANOS

La creación de la Empresa de Carros Urbanos en 1885 vino a renovar drásticamente el transporte público en un tiempo en el que la ciudad ya sentía sus falencias. Esta empresa se perfiló desde su inicio como un gran negocio pues al poco tiempo de fundada compró la Empresa del Salado y con ella la línea que llegaba hasta los “Baños del Salado” (posteriormente American Park y hoy Plaza Baquerizo Moreno), para luego adquirir la del hipódromo, al sur de la ciudad.

La empresa, aun cuando fue montada con capitales privados con fin de lucro, obedeció desde su creación a un acuerdo entre la municipalidad y la sociedad formadora de la misma, mediante el cual se dotaría a Guayaquil con un servicio de transporte acorde con el crecimiento que venía experimentando.

Dos años después (específicamente el 27 de septiembre de 1887), la junta general de accionistas ordenaba la publicación de sus estatutos, dentro de los que se incluía, entre otras cosas (y como objetivo principal), la legislación que regulaba los contratos firmados entre ella y el cabildo porteño. Nacía, con los mejores augurios, una empresa llamada a ser la líder en el transporte urbano de la ciudad por casi medio siglo. Su capital inicial de 500.000 sucres fue suscrito por 56 accionistas, de los cuales los más fuertes serían: 
  1. Martín Reimberg & Cía., 77 acciones. 
  2. Homero Morla, 70 acciones. 
  3. Federico Franco, 67 acciones. 
  4. W. E. Garbe, 51 acciones. 
  5. Francisco J. Coronel, 42 acciones. 
  6. Jaime E. Seminario, 42 acciones. 
  7. F. Díaz Erazo, 36 acciones. 
  8. Antonio Durán y Rivas, 34 acciones.
Una serie de reveses económicos experimentados por la “sociedad” provocó su estancamiento, el cual se superaría para 1891, gracias al hábil manejo de que fue objeto por parte de los señores Carlos Gómez y Francisco Coronel, presidente y vicepresidente respectivamente, quienes le harían generar una utilidad de 18’446.509 sucres el primer semestre de 1892 y 23’196.28 sucres en el segundo semestre del mismo año (importantísima suma de dinero para aquella época, en la que el promedio del capital y reservas que tenían los bancos de importancia fluctuaba entre los 2’000.000 y 3’000.000 de sucres).

El crecimiento experimentado por la Empresa de Carros Urbanos fue constante y sostenido, razón por la que en 1904 una nueva empresa, formada por los señores Rohde y Guzmán, les propuso entrar en sociedad, dándoles a conocer que habían terminado las gestiones para instalar tranvías eléctricos en la ciudad.

El análisis concienzudo de dicha propuesta, hecho por los señores Max Muller, Alejandro Mann, Ricardo Mateus y Enrique Ribas, arrojó como resultado un rotundo rechazo a la posibilidad de realizar dicha sociedad, basados en una multiplicidad de argumentos que iban desde la inconveniencia económica, pasando por complicaciones de tipo legal, hasta llegar a prever que las instalaciones para el funcionamiento de un tranvía eléctrico provocarían con seguridad “por lo menos un incendio al mes, lo que haría peligroso y sumamente antipático el nuevo servicio”.

Del análisis de sus argumentos podemos colegir que la sociedad realmente solo tomó en cuenta las consideraciones de tipo económico, sin prever que con el paso del tiempo se vería abocada a aceptar la necesidad de crear el servicio al que le vaticinaron tan funestas consecuencias. 

En 1907 la ciudad contaba con 56 líneas de carros urbanos que recorrían 33.000 metros. El tren rotatorio de la empresa estaba constituido por 15 carros “imperiales” (diferenciados de los demás por poseer dos pisos), 6 “jardineras”, 10 mixtos, 12 cerrados, 6 “góndolas” (llamados así por no tener techo), 3 carrozas y 20 carros para carga, lo que sumaba 72 vehículos que conducían diariamente a un promedio de 20.000 pasajeros.

Para este entonces las principales líneas existentes en la ciudad eran las del Malecón, Astillero, Matadero, Victoria, Cementerio, Salado, Morro, Chanduy, Hipódromo y Luque. Era pues la ciudad, el lugar perfecto para invertir en este negocio. Los accionistas estudiaron brevemente la situación y el capital de la empresa fue incrementado de 500.000 a 750.000 sucres.

Pero el tiempo pasó y la que un día fue próspera y exitosa empresa comenzó a ver tintes de oscuridad en su horizonte, principalmente por no haber aceptado en su momento la implantación de los tranvías eléctricos.

Hacer algo que favoreciera la ejecución del nuevo sistema de locomoción era para 1910 totalmente extemporáneo, máximo si consideramos que en pocos años más vencería la concesión hecha por el Municipio de Guayaquil y con ello se trasladarían a favor de la ciudad tanto las instalaciones como los enseres y acémilas que habían pertenecido a la empresa.

En consecuencia, la inversión para mejoramiento del servicio se vio paralizada y con ello, el deterioro de las instalaciones fue solo cosa de tiempo, al punto que en 1920 apenas eran avaluadas en 360.000 sucres.

Sin embargo, es para esta época en que la empresa, eficientemente dirigida por Rodolfo Baquerizo Moreno, gozó de mayor confianza que nunca, tanto por parte del público como por las autoridades, un poco por ser la más antigua existente y otro poco por ser indiscutiblemente la más grande del ramo (aunque ya existían otras que le hacían competencia, entre ellas la de los tranvías eléctricos, que sería la responsable de su futura quiebra). Su envergadura era tal que para ese año poseía 17 líneas con una extensión total de 75 kilómetros a lo largo de las principales calles de la ciudad, siendo las más extensas la del Hipódromo con 3.613 metros de longitud y la del Malecón con 3.736 metros.

Tres años atrás, la municipalidad había suscrito un contrato en el que le renovaba la concesión por 50 años, pero interponía un cuerpo de catorce cláusulas que debían ser cumplidas para poder hacer efectivo su uso.

Es interesante anotar que habiéndose firmado este contrato en 1917 y estando para ese entonces el mundo en guerra, la última cláusula del documento ponía un plazo de cinco años posteriores a la firma de la paz para que la empresa se modernizara y reemplazara todas sus unidades por tranvías eléctricos, lo que desgraciadamente no sucedió.

El nuevo documento invalidaba el firmado 40 años atrás, entre Belisario Barbero, Agustín Yerovi, José Ramón Sucre y el Municipio de Guayaquil. Solo una década más durarían los carros urbanos. De nada serviría el ventajoso contrato suscrito con el cabildo para hacer uso de la concesión por medio siglo más; el avance de la tecnología y la efectiva implementación del sistema de tranvías eléctricos trajeron como lógico resultado su extinción definitiva.



REMEMBRANZAS

Como hemos visto, por el nombre de tranvías era identificada una gran variedad de vehículos que poseían como único elemento común el de circular sobre paralelas de hierro. Las góndolas y los imperiales, así como los tradicionales carros urbanos (tanto los de tracción animal como eléctricos) adquirieron con el tiempo otro elemento distintivo... su color. Así, para la década del veinte, prácticamente todas las unidades de la empresa estaban pintadas de color verde u ocre.

La pintoresca imagen que el tranvía presentaba era enriquecida por el peculiar manejo que hacía su chofer o “brequero” que, con látigo en mano, lo “aceleraba” o si era el caso, lo “frenaba”, aplicando un fuerte pisotón al pedal que accionaba los muelles adheridos al eje delantero (esto era, claro está, en los casos en que el vehículo fuera de tracción animal).

La gran mayoría tenía sendos letreros laterales en los que se apreciaba una leyenda que decía:

Empresa de Carros Urbanos. Al igual que el letrero ostentado por el chofer en la gorra que la empresa le entregaba como elemento identificativo. El horario de circulación era desde las seis de la mañana hasta las diez u once de la noche; había líneas – como las utilizadas por las “góndolas” del Malecón– preferidas por “enamorados” o “picaflores”, principalmente en el horario nocturno.

Era costumbre muy practicada en ese entonces, la de coger el tranvía para pasar frente a la casa de la novia, quien avisada con anterioridad esperaba ansiosa en su balcón el paso del carro a la hora señalada para poder así mirar a su galán y él hacer lo propio con ella. Los más “apasionados” llegaban incluso a repetir el “paseíto” dos y tres veces al día. Por muchos años el pasaje cos- tó cinco centavos, pagados con fichas de un material rojo parecido al plástico, que eran compradas en lugares destinados a su expendio. Poco antes de la muerte definitiva de los “carros urbanos”, el valor ya había subido a un real (diez centavos), pero esto no fue suficiente para evitar su extinción.

Las líneas que dejaron mayores recuerdos en la memoria de nuestros abuelos fueron la del Malecón, que llegaba hasta Las Peñas; la de la calle Víctor Manuel Rendón (que en ese entonces se llamaba Bolívar); la de la avenida Rocafuerte; la que entraba a la calle Aguirre, viniendo desde 6 de Marzo para luego virar por Chile y regresar a 6 de Marzo por la calle Capitán Nájera; la de la avenida Eloy Alfaro (que en aquel entonces se llamaba calle de La Industria).

Share on Google Plus

About Salomón Villacrés

This is a short description in the author block about the author. You edit it by entering text in the "Biographical Info" field in the user admin panel.
    Blogger Comment
    Facebook Comment

0 comentarios :

Publicar un comentario